Translate

martes, 5 de diciembre de 2017

LA ORACIÓN/según la doctrina espirita/ tomado del libro/EL CAMINO RECTO/León Dennis.


La oración debe ser una expansión íntima del alma hacia Dios, una conversación solitaria, una meditación siempre útil y a menudo fecunda. Es el refugio por excelencia de los afligidos, de los corazones martirizados.
En las horas de tribulación, de desgarramiento interior y de desesperación, ¿quién no ha encontrado en la oración la calma y el reconfortamiento, o, por lo menos, una suavización de sus males? Un dialogo misterioso se establece entre el alma sufriente y la potencia evocada. El alma expone sus angustias y sus desfallecimientos; implora socorro, apoyo, indulgencia. Y entonces, en el santuario de la conciencia, una voz secreta responde, la voz de Aquel del cual provienen toda fuerza para las luchas de este mundo, todo bálsamo para nuestras heridas, toda luz para nuestras incertidumbres. Y esta voz con suela, anima y persuade; hace descender hasta nosotros el valor, la sumisión y la resignación estoica. Nos sentimos menos tristes y menos abrumados; un rayo de sol divino entra en nuestra alma y hace florecer en ella la esperanza.
Hay hombres que maldicen de la oración, que la encuentran pueril y ridícula. Éstos
jamás oran ni supieron orar. ¡Ah!, desde luego, si no se tratase más que de unos rosarios
recitados sin convicción, de esas recitaciones tan vanas como interminables, de todas esas
oraciones clasificadas y numeradas que balbucean los labios y en las que el corazón no
toma parte, podrían comprenderse sus críticas; pero no es ésta la verdadera oración.
Rebajaría a fórmulas cuya longitud se relaciona con los beneficios que reporta, constituye
una profanación y casi un sacrilegio.

La oración es una elevación por encima de las cosas terrenas, una ardiente invocación, un transporte, un batir de alas hacia regiones que no turban los murmullos y las agitaciones del mundo material, y donde el Ser obtiene las inspiraciones que le son necesarias.

Cuanto más poderoso es su transporte, cuanto más sincera es su invocación,
más distintas y más claras se revelan en él las armonías, las voces y las grandezas de los
mundos superiores. Es como una ventana que se abre hacia lo invisible, hacia lo infinito, y
por donde el Ser percibe mil impresiones consoladoras y sublimes, se impregna con bellas
emociones y se embriaga y se sumerge en ellas como en un baño fluidico regenerador.
En estas conversaciones del alma con la Potencia suprema, el lenguaje no debe ser
preparado ni fijado de antemano; debe variar según las necesidades y el estado de espíritu
del ser humano. Es un grito, una queja, un acto de adoración, un inventario moral hecho
ante los ojos de Dios, o una simple idea, un recuerdo, una mirada alzada hacia los Cielos.
No hay horas para la oración. Es bueno, sin duda, elevar el corazón a Dios al comienzo y
al final de la jornada; pero si os sentís en mala disposición, no recéis. En cambio, cuando
vuestra alma está enternecida, conmovida por un sentimiento profundo, por el espectáculo
de lo infinito, bien sea a la orilla del mar, bajo la claridad del día o bajo la cúpula ocelada
de la noche, en medio de los campos y de los bosques umbrosos o en el silencio de las
selvas, entonces, rezad; es buena y grande toda causa que humedezca vuestros ojos de
lágrimas, que haga doblar vuestra rodilla y brotar de vuestro corazón un himno de amor o
un grito de adoración hacia la Potencia eterna que guía vuestros pasos por el borde de los
abismos.

Sería un error creer que podemos obtenerlo todo por medio de la oración; que su
eficacia es lo suficientemente grande para apartar de nosotros los padecimientos inherentes
a la vida. La ley de la inmutable justicia no podría acomodarse a nuestros caprichos.
Algunos solicitan la fortuna, ignorando que esto constituiría para ellos la desgracia, pues
con ella darían un libre impulso a sus pasiones. Otros pretenden alejar los males que son a

veces la condición necesaria de su progreso. Suprimirlos traería por consecuencia el
hacerles la vida estéril. Por otra parte, ¿cómo podría Dios acceder a todos los deseos que
los hombres expresan en sus oraciones? La mayor parte son incapaces de discernir lo que
les conviene y lo que les sería más provechoso.
En la oración que dirige todos los días al Eterno, el hombre sensato no pide que su
destino sea feliz; no pide que el dolor, las decepciones y los reveses sean apartados de él,
¡no! Lo que desea es conocer la ley para cumplirla mejor; lo que implora es la ayuda de lo
Alto, el auxilio de los Espíritus bienhechores, a fin de soportar dignamente los malos días.
Y los buenos Espíritus responden a su invocación. No tratan de desviar el curso de la
justicia, de poner trabas a la ejecución de los divinos decretos. Sensibles a los sufrimientos
humanos que conocieron y padecieron, llevan a sus hermanos de la Tierra la inspiración
que les sustenta contra las influencias materiales; favorecen esos nobles y saludables
pensamieñtos, esos transportes del corazón que, orientándoles hacia las altas regiones, les
libran de las tentaciones y de los lazos de la carne. La oración del hombre sensato, hecha
con recogimiento profundo, fuera de toda preocupación egoísta, despierta en él esa
intuición del deber, ese sentimiento superior de lo verdadero, del bien y lo justo que le
guían a través de las dificultades de la existencia y le mantienen en comunión íntima con la
gran armonía universal.
Pero la Potencia soberana no representa solamente la justicia; es también la bondad
infinita, inmensa y caritativa. Ahora bien, ¿por qué no obtenemos con nuestras oraciones
todo lo que la bondad puede conciliar con la justicia? Siempre podemos pedir apoyo y
socorro en las horas de angustia. Sólo Dios sabe lo que es más conveniente para nosotros,
y aun cuando no tengan objeto alguno nuestras demandas, nos enviará siempre sostén
fluidico y resignación.
Cuando una piedra llega a herir las aguas, se ve vibrar la superficie en ondulaciones
concéntricas. Así, el fluido universal se pone en vibración por nuestras oraciones y
nuestros pensamientos, con la diferencia de que las vibraciones de las aguas son limitadas
y las del fluido universal se suceden hasta lo infinito. Todos los seres y todos los mundos
están bañados en ese elemento, como lo estamos nosotros mismos en la atmósfera
terrestre. De ello resulta que nuestro pensamiento, cuando está conmovido por una fuerza
de impulsión, por una voluntad suficiente, llega a impresionar a las almas a distancias
incalculables. Una corriente fluidica se establece de unas a otras y permite a los Espíritus
elevados que respondan a nuestras invocaciones e influyan en nosotros a través del
espacio.
Lo mismo ocurre con respecto a las almas sufrientes. La oración opera sobre ellas
como una magnetización a distancia. Penetra a través de los fluidos espesos y sombríos
que envuelven a los Espíritus desgraciados; atenúa sus preocupaciones y sus tristezas. Es
la flecha luminosa que horada sus tinieblas, la vibración armoniosa que dilata y regocija al
alma oprimida.


¡Qué consuelo para esos Espíritus, comprender que no están abandonados, que unos seres humanos se interesan aún por su suerte!
Sonidos a la vez potentes y dulces se elevan como un canto en el espacio y repercuten con mayor intensidad a medida que emanan de una boca más amante. Llegan hasta aquellos Espíritus, los conmueven y los penetran profundamente. La voz lejana y amiga les proporciona la paz, la esperanza y el valor. Si pudiésemos medir el efecto producido por una oración ardiente, por una voluntad generosa y enérgica sobre esos desgraciados, nuestros votos se elevarían a menudo hacia los desheredados, hacia los abandonados del Espacio, hacia aquellos en los que no se piensa y que están sumidos en un taciturno desaliento.

Orar por los Espíritus desgraciados, orar con compasión y con amor es una de las
formas más eficaces de la caridad. Todos pueden ejercerla; todos pueden facilitar la
separación de las almas y abreviar la duración de las turbaciones que experimentan
después de la muerte, con un transporte caluroso del pensamiento, con un recuerdo
bienhechor y afectuoso. La oración facilita la disgregación corporal, ayuda al Espíritu a
separarse de los fluidos groseros que le encadenan a la materia. Bajo la influencia de las
ondas magnéticas que proyecta una voluntad poderosa, cesa la torpeza, el Espíritu se
reconoce y recobra la posesión de sí mismo. La oración para otro, para nuestro prójimo,
para los infortunados y los enfermos, cuando está hecha con un corazón recto y una fe
ardiente, puede también producir saludables efectos. Aun cuando las leyes del destino le
pongan un obstáculo, aun cuando el sufrimiento ha de ser soportado hasta el final, la
oración no es inútil. Los fluidos bienhechores que lleva en sí se acumulan para esparcirse,
cuando llega la muerte, sobre el Espíritu del ser amado.

«Reuníos para orar” -ha expresado Jesús-. La oración hecha en común es un haz de
pensamientos, de voluntades, de rayos, de armonías y de perfumes que se dirige con mayor
empuje hacia su objeto. Puede adquiere una fuerza irresistible, una fuerza capaz de
remover, de conmover las masas fluidicas.

¡Qué palanca para el alma ardiente que pone en este transporte todo cuanto hay en ella de grande, de puro y de elevado!



En este estado, brotan sus pensamientos como una corriente impetuosa en amplias y poderosas oleadas. A veces, se ha visto al alma en oración separarse del cuerpo y, en éxtasis, seguir el pensamiento ferviente que proyectaba como precursor hacia el infinito. El hombre lleva en sí un motor incomparable, del cual sólo sabe obtener un mediano partido. Para ponerlo en marcha bastan, no obstante, dos cosas: la fe y la voluntad.
Considerada en estos aspectos, la oración pierde todo carácter místico. Ya no tiene
por objeto la obtención de una gracia, de un favor, sino la elevación del alma y su entrada
en relaciones con las potencias superiores fluidicas y morales. La oración es el
pensamiento tendido hacía el bien, el hilo luminoso que une a los mundos oscuros con los
mundos divinos, a los Espíritus encarnados con las almas libres y radiantes. Desdeñarla es
desdeñar la única fuerza que nos arranca al conflicto de las pasiones y de los intereses, nos
transporta por encima de las cosas cambiantes y nos une a lo que es fijo, permanente e
inmutable en el Universo.
En lugar de rechazar la oración, en atención al abuso de que ha sido objeto, ¿no seria
mejor utilizarla con prudencia y mesura? Al final de cada día, antes de entregarnos al
descanso, descendamos hasta nosotros mismos y examinemos con cuidado nuestras
acciones. Sepamos condenar las malas, con el fin de evitar su repetición, y celebremos
cuanto hayamos hecho de útil y bueno. Pidamos a la Sabiduría suprema que ayude a que se
realice en nosotros y en torno de nosotros la belleza moral y perfecta. Elevemos nuestros
pensamientos lejos de la Tierra.

 ¡Que nuestra alma se lance, alegre y amorosa, hacia el Eterno!
 Descenderá de semejantes alturas con tesoros de paciencia y de valor que le harán
fácil el cumplimiento de sus deberes y de su tarea de perfeccionamiento.
Si, en nuestra impotencia para expresar nuestros pensamientos, se nos hace
absolutamente preciso un texto o una fórmula, digamos:

“Dios mío, Tú que eres grande, Tú que lo eres todo, deja caer sobre mí, que
soy pequeño, sobre mí, que sólo existo porque Tú lo has querido, un rayo de luz.
Haz que, penetrado de tu amor, encuentre fácil el bien y odioso el mal; que
animado del deseo de agradarte mi Espíritu salve los obstáculos que se oponen al
triunfo de la verdad sobre el error, de la fraternidad sobre el egoísmo; haz que en
cada compañero de padecimientos vea a un hermano, como Tú ves a un hijo en

cada uno de los Seres que emanan de Ti y deben volver hacia Ti. Dame el amor al
trabajo, que constituye el deber de todos en la Tierra, y, con la ayuda de la antorcha
que has puesto a mi alcance, ilumíname acerca de las imperfecciones que retrasan
mi adelanto en esta vida y en la otra” .
(Oración inédita, dictada por medio de la
mesa por el Espíritu de Jerónimo de Praga a un grupo de obreros de Mans.)




Unamos nuestras voces a las voces de lo infinito. Todo pide, todo celebra el júbilo de
vivir, desde el átomo que se agita en la luz hasta el astro inmenso que nada en el éter. La
adoración de los Seres forma un prodigioso concierto que llena el espacio y sube hasta
Dios. Es el saludo de los hijos a su Padre, el homenaje rendido por las criaturas al Creador.
Interrogad a la Naturaleza en el esplendor de los días soleados, en la calma de las noches
estrelladas. Escuchad la gran voz de los océanos, los murmullos que se elevan del seno de
los desiertos y de la profundidad de los bosques, los acentos misteriosos que rumorean en
el follaje, que resuenan en las gargantas solitarias, que se exhalan de las llanuras y de los
valles, franquean las alturas y se extienden por todo el Universo. En todas partes,
recogiéndoos, oiréis el admirable cántico que la Tierra dirige a la Gran Alma. Más
solemne aún es la oración de los mundos, el canto grave y profundo que hace vibrar a la
inmensidad y cuyo sentido sublime sólo comprenden los Espíritus.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario